jueves, 9 de junio de 2011

Con Aroma A Cuetzalan...

Si tengo que iniciar este texto de una forma, será de la siguiente manera: ¡Amo Cuetzalan! Un pueblo adornado además por montañas y un clima húmedo en el que las nubes siempre descienden agregando suaves detalles visuales. Un sitio para caminar y descubrir.Simple y sencillamente, en ese lugar pasé el mejor fin de semana que he tenido en diecinueve años. ¿Las razones? Son muchas, y se las contaré todas.
 La primera es que es un pueblito lleno de magia: sus calles empedradas, sus tejados rojos y su clima húmedo encantan de inmediato. Una vez bajando del autobús que nos llevó, se sintió la energía del lugar, y con ello las ansias de vivirlo. Totalmente increíble el bienestar que se siente, después de más de cuatro horas de viaje, en el que hasta un mareo se puede atravesar... 
 Llegar a las cabañas en las que dormimos fue toda una odisea: se encontraban a unos cuántos kilómetros del centro, y ni idea de cómo encontrarlas. Gracias a Cristo, existen unos taxis mega chistosos en Cuetzalan, que la persona que me acompañaba y yo bautizamos como 'Cochecitos'. Barato, divertido y rápido; así fue el recorrido hasta Tosepan Kali, el hotel, mientras observábamos las calles, a la gente, aún portando con orgullo sus trajes típicos regionales, trabajando con alegría y portándose lo más amable posible con los fuereños. Después de pagarle la modesta cantidad de 15 pesos, el conductor del cochecito nos dejó en la recepción de Tosepan Kali, y se marchó hacia el pueblo. ¿Qué seguía? Sin duda alguna ¡lo mejor de mi vida!
  Nos instalamos en la cabaña, que nos pareció exactamente lo que esperábamos, nos bañamos, y regresamos al centro... Habíamos quedado de vernos con otros dos amigos que viajaban con nosotros (a quienes estamos eternamente agradecidos), en el centro de Cuetzalan, para ir a un recorrido guiado, programado para las 3:00 de la tarde. Tomamos un mototaxi y le pedimos, con toda la seguridad del mundo, que nos llevara a la Iglesia de los Jarritos... Comenzó el trayecto. ¡Vaya sorpresa que nos llevamos cuando nos llevó a un panteón! Después de obtener conjeturas y analizar a dónde queríamos ir, resolvimos que nos llevara al centro, donde nuestros amigos nos esperaban, seguramente con ansias, pues se hacía tarde. Llegamos al centro y comenzamos a buscarlos... No los encontramos. Entre desesperación y diversión, caminamos por el zocalito donde, después de varios minutos, nos topamos con el personaje más interesante de nuestro fin de semana: se trataba de un muchacho de estatura baja, piel morena y facciones extremadamente toscas. Se acercó a nosotros amablemente, y nos ofreció ayuda. Cuando rechazamos tal ofrecimiento, se tornó inmediatamente insistente, y mi acompañante y yo decidimos irnos lejos de él, mientras 'nuestro amigo' nos observaba con mirada inquisidiora y actitud reprobatoria.
  A la de mil, dimos con nuestros amigos, el lugar de la cita (Calle Galeana, No. 6) y con Darío, nuestro guía, un chavo de unos 25 años, alto y delgado, quien me pareció la persona más amable del mundo: dispuesto a esperarnos, a aclarar nuestras dudas, a ayudarnos y compartir con nosotros las tres horas más extremas de nuestras vidas, que estaban a sólo unos cuantos pasos.
 Caminamos con él por las calles llenas de gente, de puestos de comida, de artesanías, flores y aroma a café, a canela, vainilla y tierra mojada; hasta que el empedrado de la calle desapareció y el paisaje se tornó verde en todo su esplendor, bochornoso y húmedo. Nos adentramos a unos campos llenos de hierbas altas, mosquitos, tierra, piedras, y llegamos a un río cristalino, maravilloso, donde tomamos unas cuántas fotografías, haciendo de esto toda una ceremonia. Darío nos hizo caminar un poco más, y llegamos a la entrada de nuestro destino: una gruta que albergaba un río subterráneo, piedras resbalosas, caídas, sangre y mucha diversión. Dentro de ella, fue extraordinaria la sensación de soledad, de frío y de aventura, al grado de pensar que estabámos donde nunca nadie había estado... Luego de tres horas de caminar, arrastrarnos, brincar, nadar en agua helada (la persona más especial no lo hizo), escalar y admirar la grandeza de la naturaleza, encontramos la salida a tierra firme. Darío nos dio agua, chocolates para recuperar un poco la energía perdida y emprendimos el camino de regreso al pueblo. Una vez llegando a él, húmedos, sucios, sudorosos y extremadamente cansados, nos despedimos del guía y nos dirigimos al hotel, para un buen baño.
 Por la tarde-noche, recorrimos una parte del centro histórico, buscamos comida en un restaurante y tomamos paletas de hielo... Tranquila, hermosa, totalmente mágica fue la noche en Cuetzalan: caminamos por horas, platicamos de todo, admiramos las calles, las casas, las cruces de madera dispuestas en cada esquina... Nos admiramos de la sensación de seguridad que se vive en ese pueblito, donde nadie juzga, nadie cuchichea y simplemente se dedica a seguir su camino hacia el cafetal, hacia el cerro o hacia su pintoresca casa.

Continuará...

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